martes, octubre 25, 2005

CONTRA EL OLVIDO DE ROSA PARKS


En 1955, Rosa Parks se negó a ceder su asiento a un blanco, como obligaba la ley del Sur, y su resistencia acabó con la segregación racial. Cincuenta años después, sus herederos hablan entre la nostalgia y la apatía. Ésta es la crónica de un viaje por esa América herida donde los negros han dejado de luchar.
Al final de una avenida polvorienta a las afueras de Montgomery, 156 casas de ladrillo rojo carcomido por el sol con ventanas destartaladas se agrupan en hileras idénticas. Este complejo de subvención estatal, Cleveland Court, no ha cambiado, sólo ha envejecido desde 1941, el año de su construcción en la capital de Alabama. Decenas de niños, todos negros, corretean descalzos con las piernas melladas por los cardenales y las picaduras de las hormigas, que se amontonan en enormes nidos repartidos por una hierba áspera donde apoyar las rodillas tan sólo unos segundos equivale a un sarpullido inmediato. Los pequeños gritan: «¡La policía! ¡La policía!» cada vez que escuchan una sirena, aunque ocasionalmente sea de los bomberos, y rodean cualquier coche que hunda sus ruedas en el barro de la explanada del project (los inmuebles de protección oficial en versión estadounidense).Pero la experiencia les ha enseñado a evitar a algunos de los que derrapan con frecuencia delante de ellos: los ruidosos y desconchados descapotables de los veinteañeros que maldicen con la música a todo volumen. «Traen drogas y peleas, viven cerca y vienen a armar jaleo aquí», cuenta la gestora de Cleveland Court, Yvonne Payton, una mujer solitaria que confiesa con ojos tristes su frustración por no haber conseguido escapar de Alabama.
Entre las docenas de viviendas, indistinguibles las unas de las otras desde fuera a no ser por el número que las identifica, una permanece siempre vacía. En la entrada grisácea del 634 sólo queda un frigorífico que aún funciona. Esta casa de apariencia insulsa, con las mismas ventanas oxidadas y los mismos ladrillos descoloridos que el resto, alojó a la mujer que rompió el apartheid del profundo Sur hace ahora 50 años, pero la mayoría de los residentes ni siquiera lo sabe. «Hey, ¿dónde vivía Rosa Parks?», pregunta Yvonne a un adolescente que sale de la puerta de al lado vestido con pantalones anchos y una gorra al revés. El joven señala confundido hacia la otra punta del project. «¡Era tu vecina!», le corrige ella. «Oh, ¿de verdad? Guay», contesta él con desgana antes de seguir su camino.La tímida modista mulata de 42 años que cosía entre esas paredes cambió su existencia y la de Alabama el 1 de diciembre de 1955.Yvonne, que nació ese año y pasó su infancia en Cleveland Court, la recuerda como «una persona muy tranquila», que apenas hacía ruido al andar y solía «susurrar». Acostumbrada de niña a dormir con la ropa puesta por si tenía que salir corriendo en mitad de la noche por un asalto del Ku Klux Klan, Parks creció marcada por las humillaciones debidas al color de su piel. Sus ganas de lucha se acentuaron por la frustración de no poder votar a Franklin D. Roosevelt -en el mejor de los casos, los negros tenían derecho a papeleta si pagaban una tasa especial y pasaban un examen, habitualmente amañado para que suspendieran-. «No era una líder, sino una abnegada trabajadora, perfeccionista hasta el más mínimo detalle», explica Gale Matthews, prima de Rosa y una de sus jóvenes acólitas. Parks fue elegida secretaria del NAACP (hoy, el mayor lobby negro) casi por casualidad, una noche que faltaban miembros del grupo. «Era demasiado tímida para rechazar el puesto», relata Rosa en su autobiografía.Pero una tarde de invierno la callada costurera cambió la historia con el simple gesto de no moverse de su asiento en el autobús.En la Alabama de los años 50, la misma que había luchado un siglo antes contra el Norte para mantener la esclavitud y la misma donde aún hoy es fácil encontrar blancos que mencionan con orgullo la bandera confederada, símbolo racista, los negros quedaban confinados en las escuelas, los lavabos y los transportes a los sitios para colored. No se trataba de mera segregación, sino de discriminación por ley, donde los peores barrios, los peores servicios, las peores casas y hasta las peores sillas les tocaban a quienes tenían la piel más oscura. En el autobús, se escenificaba cada día la humillación. Los asientos de delante correspondían a los blancos, las últimas filas a los negros y las de en medio, en teoría, a quien llegara primero; en la práctica de Montgomery, también a los blancos. Los conductores empujaban a los negros e insultaban a las mujeres por sádica diversión. James Blake, que conducía el autocar en diciembre del 55, obligaba a entrar a los pasajeros negros por la puerta de atrás después de haber pagado en la de delante y, mientras caminaban hacia la trasera, solía pisar el acelerador. Llamaba putas a las afroamericanas y ya había echado a Rosa de su autobús 10 años antes. El 1 de diciembre, después de un largo día de trabajo en los grandes almacenes del centro, Parks viajaba en la zona intermedia del autobús.
A la tercera parada, ya había un blanco de pie. «¡Moveos todos, necesito esos sitios!», gritó el conductor a Rosa y a las otras tres personas negras de su fila. Los blancos no se sentaban junto a personas de color ni aunque los separara un pasillo. Tras varios alaridos furiosos del conductor, los compañeros de Rosa se movieron en silencio hacia atrás, pero ella permaneció inmóvil en su asiento, mirando por la ventanilla el cine de enfrente, donde proyectaban el western A Man Alone (Un hombre solo). Blake se puso delante de ella y, amenazante, le espetó: «¿Te vas a levantar?». Rosa tan sólo contestó: «No». Blake, impaciente, estridente, aunque algo confundido, replicó: «Voy a hacer que te arresten». Y ahí llegó la respuesta de Rosa, decidida, pero con su inglés más formal: «You may do that» («Podrías hacerlo»).La noticia de la detención durante dos horas de una tímida mujer madura, correcta, educada y mulata se propagó aquella noche por toda la ciudad. Y la indignación se transformó en la forma de protesta más eficaz, la que tenía un impacto sobre las cuentas públicas: el boicot a los autobuses. La iglesia baptista de Dexter Avenue, donde predicaba un entonces joven y casi desconocido reverendo llamado Martin Luther King, se llenó de feligreses dispuestos a la acción.

Aún hoy, frente a un plato combinado en un restaurante del Bronx, Claudette Colvin sólo dibuja una sonrisa tímida cuando alguien se refiere a su valentía de hace cinco décadas en Alabama. La camarera, también afroamericana, la trata con cierta impaciencia y nadie parece impresionado al escuchar su nombre.
El 2 de marzo de 1955, Colvin fue la primera que, con sólo 15 años, se atrevió a no levantarse de su asiento para cedérselo a un blanco en un autobús de Montgomery. También ella fue arrestada, como Rosa Parks, pero ningún abogado quiso utilizarla en principio para denunciar la injusticia. «Lo puedo entender», cuenta ella, con su fuerte acento sureño, «era muy joven, podía ser imprevisible, venía de un barrio muy, muy pobre y tenía la piel muy oscura. Debería ser un motivo de orgullo, no tengo ni una gota de sangre blanca, pero no fue así». La joven, de familia humilde, pero brillante y enérgica estudiante, sufrió la discriminación de los propios negros, que consideraban el tono de piel más claro como símbolo de un estatus más alto y preferían a una mujer madura, silenciosa y casi mulata. Por si fuera poco, Colvin se quedó embarazada y, mientras Parks recibía todos los honores, ella fue repudiada.«Lo que nunca pude entender es cómo Rosa jamás habló de mí ni de las otras mujeres que resistieron y ayudaron al boicot. No recuerdo que jamás hiciera ni la más mínima mención», dice Colvin, recién jubilada a los 65 años.